lunes

añsldkfjgh

Un muchacho lee el fondo de su vaso de salpicón barato.
¿Qué clase de cosas podrá decir el mango, cuáles la papaya, cuáles la piña?
Le darán alguna buena señal para la fiesta, será un signo de dulzura? O cómo todos los augurios, tendrá el sabor amargo de quien sabe de más y no puede esperar al instante siguiente?
No me gustan los finales y siempre termino contruyendole templos y huyendo de ellos. Por eso tampoco creo que el salpicón o el café, al final, puedan decir mucho, si vuelven a estar los respectivos recipientes llenos de nuevo de sustancia.
Un poco así es esto. Si sigo escribiendo aquí tal vez encuentre un sendero florido que los cierres definitivos no dan. Me gustaría sin embargo, escribir, con mi fea letra, no sé... Pero sentir el calor del lapiz entre mis dedos, la suavidad del papel, el miedo por el café derramado sobre las páginas, el olor del librito abierto. Me parece que, si bien agradezco ésta posibilidad de expansión, también añoro las posibilidades de introspección que la contemplación de la naturaleza y de las tecnologías tardías brindan.
Pero esta distancia impuesta y autoimpuesta, implica además que mi teclado y yo hayamos establecido una relación más allá de lo profesional: Le acaricio a diario, con deseo, con rabia, con inquietud, con las mismas manos que repasan mi mundo, mi cuerpo. Le uso y me usa, porque me gusta pensar en su determinación de hacerme decir cosas que no son mías sino de su natrualeza de circuitos y plástico. Somos amigos y enemigos a un tiempo. Me acerca a las ideas y me distancia de las percepciones táctiles. Y así, llenos de contradicciones ambos, aprendimos a conocernos y a amarnos. Ya no funciona él igual con otros dedos, yo ya no encuentro otro teclado al que pueda entregarle la fluidez de mis horas de repaso.

PS. Margarita dice rápidamente "te entiendo..." cuando ve que las palabras no me alcanzan para decirle lo que pienso.

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